En la travesía de la vida, nos encontramos constantemente atrapados entre el pasado y el futuro, preocupándonos por lo que fue y lo que vendrá. Es natural tener ansiedades sobre nuestro destino, especialmente cuando consideramos el inevitable final de nuestra existencia terrenal. Sin embargo, nos invita la sabiduría de la fe a reflexionar sobre algo más crucial que el "cuándo" de nuestra partida: hacia dónde se dirige nuestra alma.
La Sagrada Escritura nos enseña que cada uno de nosotros tiene un destino eterno, un camino hacia el cielo o hacia el infierno. Esta verdad fundamental no debe ser opacada por la preocupación por el día de nuestro fallecimiento.
Más bien, nuestra atención debe estar centrada en cómo vivimos nuestras vidas y en qué dirección estamos encaminando nuestros corazones.
Dios nos brinda la oportunidad de elegir nuestro camino. Nos da libre albedrío para tomar decisiones y vivir de acuerdo con Su voluntad. En esta elección radica la importancia fundamental de nuestra fe y nuestras acciones. ¿Estamos cultivando amor, compasión y bondad en nuestras vidas, o estamos consumidos por el egoísmo y la maldad? ¿Estamos buscando a Dios y siguiendo Sus mandamientos, o estamos apartándonos de Su camino?
Es crucial recordar que el tiempo en esta tierra es temporal y finito, pero nuestra alma es eterna. Entonces, ¿por qué enfocarnos tanto en cuándo llegará el final? En lugar de eso, debemos asegurarnos de que cuando ese momento llegue, estemos preparados espiritualmente. Estemos en paz con Dios y vivamos de acuerdo con Su amor y gracia, de modo que nuestra eternidad sea bendecida en Su presencia.
La promesa de la eternidad en la presencia de Dios nos brinda consuelo y esperanza. Debemos aprovechar este tiempo precioso que se nos ha otorgado para fortalecer nuestra fe, servir a los demás y buscar la gracia de Dios. Al hacerlo, podemos enfrentar la incertidumbre del mañana con confianza, sabiendo que estamos en manos amorosas y misericordiosas.
En fin, dejemos de preocuparnos por el "cuándo" de nuestra partida y en su lugar enfoquémonos en el "dónde" iremos. Mantengamos nuestros ojos en nuestro destino eterno, asegurándonos de que estemos en camino hacia la presencia amorosa de Dios. Es esta certeza la que debe guiar nuestra vida y nuestras acciones, permitiéndonos vivir con paz y propósito.
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